LA MUERTE DE GAITÁN EN COLOMBIA ARRANCÓ LA VIOLENCIA Por Marco Antonio Reyes
Sesenta y cinco años se cumplieron en este año 2013 del asesinato del candidato a la presidencia de Colombia y lider liberal Jorge Eliecer Gaitán,acaecido un 9 de abril de 1948 a plena luz del dia en Santa Fe de Bogotá y conocido como el Bogotazo.Hecho que marcó la historia de este país con el inicio de una violencia política partidista que desembocó luego en una insurgencia armada que tomó los postulados comunistas, formando la organización guerrillera de las Farc y los otros grupos que se crearon luego.Asesinato que si bien es cierto tiene un autor material que la historia reconoce en el nombre de Juan Roa Sierra,para varios analistas no deja de ser una gran cortina de humo que oculta los autores intelectuales de este magnicidio que hoy deja sentir sus ecos en un conflicto armado que está por resolver y que tiene a esta nación y a la comunidad internacional en expectativa,.siendo el conflicto armado mas antiguo de toda América y uno de los más prolongados en el mundo.
A continuación ofrecemos algunas de las versiones entregadas por el periódico el Espectador, por historiadores como Jorge Serpa Erazo,quien hace un relato sintético de los episodios que enmarcaron el homicidio de Jorge Eliecer Gaitán y una crónica del periodista Ivan Serrano de Noticias RCN en el siguiente enlace
http://www.youtube.com/watch?v=WDKvkkQ79YQ
Tomado de el Espectador.
Dentro del reino de la crispación política colombiana y en el
contexto de la Guerra Fría entre las potencias aglutinadas en el campo
socialista y capitalista, las hipótesis sobre el crimen de Jorge Eliécer
Gaitán, mutaron desde la teoría del criminal anónimo y solitario,
encarnado en Roa Sierra, a la amenazante conspiración internacional,
urdidas por el comunismo presidido por el régimen de Moscú.
El gobierno de Mariano Ospina Pérez acogió los señalamientos sobre el comunismo internacional y
expresó que poseía pruebas de que agentes de ese sistema político
tenían responsabilidad directa en los actos de violencia que sacudieron a
Bogotá.
Adicionalmente, el gobierno confirmó la detención de
varios extranjeros vinculados a la creación de los actos de anarquía,
pero de manera curiosa nunca reveló ante la prensa internacional
acreditada en Bogotá para la IX Conferencia Panamericana, los
nombres de los individuos sospechosos y tampoco ofreció detalles
reveladores sobre las acciones delictivas imputadas.
De manera curiosa, varias voces del conservatismo habían advertido el 15 de noviembre de 1947, la gestación de un
plan subversivo para torpedear la cumbre interamericana. Y
el 13 de febrero de 1948, dos meses antes de iniciarse la conferencia,
el periódico La Patria de Manizales destacó en sus noticias que Jorge
Eliécer Gaitán había recibido dinero de la Unión Soviética para
organizar actos de sabotaje contra la cita continental de mandatarios.
De hecho, el fantasma del comunismo recorría los titulares de la prensa internacional.
Y en Colombia la edición del diario El Tiempo del 9 de abril de 1948
destacaba en sus páginas de información General Cablegráfica,
suministrada por las agencias de prensa de la United Press y la France
Presse, acerca del descubrimiento de un vasto plan subversivo comunista
hallado en Brasil y las tácticas expansionistas de la Rusia Soviética
sobre Francia.
Colombia no escapaba a las tensiones del orden internacional surgido de la postguerra europea, y el
Plan Marshall se convertía en la rampa de lanzamiento de la conquista norteamericana de los mercados de la Alianza Atlántica.
También
desde Francia se barajaban hipótesis sobre el drama colombiano. Un
ejemplo de ello es que la prensa del país galo no escatimó esfuerzos en
considerar que los acontecimientos de Bogotá constituían una oscura y
efectiva maniobra comunista para hacer fracasar la IX Conferencia
Panamericana.
La teoría de la conspiración ganó nuevos y poderosos adeptos dentro de la prensa de capitales como
Buenos Aires, Río de Janeiro, Londres y Caracas.
En todas ellas, tanto los periódicos como las emisoras, amplificaron
el coro internacional del largo brazo de Moscú como el responsable de
haber incubado el germen de la conjura anarquista en los tristes y
confusos sucesos del 9 de abril.
Pero tampoco las autoridades
colombianas se iban a quedar cortas de vuelo en la construcción de las
pistas que condujeran a capturar a los autores del magnicidio. Y sin
lugar a dudas, la tesis de la intromisión extranjera desde la
perspectiva de las tierras de Gonzalo Jiménez de Quesada, alimentó con
nuevas y audaces premisas el imaginario policíaco sobre el caso Gaitán.
La
más elaborada y sutil de ellas, documentada por las autoridades de ese
periodo y publicada en los periódicos de ese año, da cuenta de
encuentros furtivos y sospechosos observados en el Café Colombia por
experimentados funcionarios del Ministerio de Justicia en horas previas
al crimen. Los curtidos y dedicados empleados públicos se ubicaron
cercanos a una mesa ocupada por cuatro inviduos que susurraban palabras
en voz baja y que nunca perdieron de vista el edificio que albergaba las
oficinas de Jorge Eliécer Gaitán.
El olfato policíaco de los oficinistas del Ministerio de Justicia
los hizo intuir que dos de los sigilosos y discretos sujetos eran
extranjeros por el rudo e incomprensible acento de sus palabras. A pesar
de la barrera lingüística y de la ininteligible conversación sostenida
por los agentes extranjeros, los funcionarios colombianos escucharon
reveladoras frases que hablaban de explosiónes letales y celadas
funestas contra el líder carismático del Partido Liberal.
Las
enormes dificultades investigativas que enfrentaban los investigadores
del caso los llevaba con frecuencia a deshechar sus originales y
complejas hipótesis para acogerse a nuevas y atrevidas suposiciones
criminales. La última de ellas promovía la conjetura probable, según
las cuales,
Juan Roa Sierra fue visto en compañía de un alcalde de una población vecina a Bogotá y por efecto del alcohol pronunciaron palabras que guardaban relación con el asesinato de Jorge Eliécer Gaitán.
Las
autoridades de la época sí pudieron comprobar con rigor que Juan Roa
Sierra compró por $75 un revólver a Enrique Rincón, que había conseguido
los proyectiles con Enrique Ibañez y lo vieron reunido con varias
personas en el Café Gato Negro en los días previos al magnicido.
Lo más sorpredente es que debieron transcurrir varias décadas para que
en
1982 se conociera sobre una investigación secreta realizada por el
Departamento de Estado de los Estados Unidos acerca del asesinato de
Gaitán y en la que se evidenció la falta de pruebas sólidas
para responsabilizar del asesinato a los comunistas colombianos o
extranjeros.
En el libro Documentos de la Embajada, 10 años de la
historia colombiana según diplomáticos norteamericanos (1945-1953), su
autor David Fernando Varela sostiene que Washington no estuvo satisfecho
con la tesis del complot comunista porque “minimizaba la participación
de gaitanistas y estudiantes izquierdistas en los disturbios”.
Según Varela, a pesar de que los funcionarios del Departamento de Estado no desestiman
la participación de la izquierda internacional en los hechos del 9 de abril,
igualmente no descartan que el partido liberal “cuenta con elementos
tan violentos como los comunistas y ellos pudieron estar activos en
Bogotá entre el 9 y el 11 de abril”.
Hasta ahora, lo único cierto
es que a través de estos años de historia, el magnicidio de Jorge
Eliécer Gaitán es un secreto que Juan Roa Sierra, el autor material del
asesinato, se llevó a la tumba.
.
El complot de los rosacruces
Lo cierto es que después de los acontecimientos, se supo muy poco
sobre la vida de Juan Roa Sierra
y de los intereses que hubieran podido motivar al hombre que apretó al
gatillo para llevar a cabo el magnicidio político más importante y
doloroso del siglo XX en Colombia.
La leyenda criminal, tejida
alrededor de su personalidad misteriosa y de su final trágico a manos
de una turba enardecida que linchó su cuerpo, lo sitúan en el sombrío
mundo de la religión Rosacruz, la conocida orden esotérica cuyos
orígenes datan del siglo XVII, pero que fue fundada por Christian
Rosenkreuz, un reconocido caballero del siglo XV.
En la diligencia meticulosa del levantamiento del cadáver de Juan Roa Sierra,
adelantada en el atardecer del 9 de abril por Jorge Ignacio Cadena,
Secretario del Juzgado Permanente, se retiró de la mano derecha del
cuerpo un anillo de metal blanco que tenía incrustada la insignia de la
muerte, representado con la imagen de una calavera sobre dos fémures
cruzados encerrados en una herradura, un signo revelador de la buena
suerte, tan lejana a su vida infortunada.
Los hermanos mayores de
Roa Sierra, Manuel Vicente y Rafael, aparecieron temerosos ante las
autoridades militares y en sus rostros delataban la penosa y triste
travesía en juzgados y cementerios para identificar el cuerpo de su
familiar.
En el duro trance del levantamiento del cadáver, los
funcionarios del Juzgado Permanente Central, levantaron un capote
impermeable y los hermanos Roa Sierra vieron por primera vez el cuerpo
desnudo de su hermano con una corbata en el cuello.
Observaron
con horror el rostro desfigurado y parpadearon con sorpresa cuando
miraron su cuerpo y lo encontraron intacto. Carecía de heridas y
hematomas.
Los peritos les dijeron en tono compasivo que la muchedumbre que arrastró el cuerpo hasta Palacio no se había ensañado contra el cadáver de Juan sino contra su cara.
Agregaron
además, que esa conducta podía explicarse porque la gente que lo linchó
en San Francisco huyó del lugar y otros sublevados lo recogieron muerto
y después lo arrastraron hacia las calles cercanas a Palacio.
Manuel
Vicente y Rafael confesaron en en el proceso de indagatoria que vivían
alejados de Juan Roa Sierra y que su hermano menor viviá con su madre
Encarnación de Roa en el barrio Ricaurte. Dijeron también que había
nacido el 24 de noviembre de 1921 en Bogotá, en el seno de una familia
de 14 hijos.
La noticia del crimen cometido por su hermano sorprendió a Manuel Vicente y a Rafael mientras atendían sus actividades de ganadería y en el transporte como conductor de un taxi rojo en la ciudad, respectivamente.
En
sus confesiones abrieron la intimidad de Juan Roa Sierra a las
autoridades cuando sometidos a la presión de los investigadores que
adelantaban las diligencias, declararon que su hermano menor frecuentaba
en una pieza arrendada de la casa a una amante conocida con el nombre
de María de Jesús Forero.
La sorpresa de los jueces de instrucción criminal encargados del caso fue mayúscula al escuchar de los labios de
sus hermanos de sangre que Juan Roa Sierra tenía una hija de tres años como fruto de esa relación amorosa.
Los
familiares develaron el misterio de las inclinaciones religiosas de
Juan Roa Sierra, revelando su afiliación a la religión Rosacruz y de
sus temporadas de reclusión en el asilo de Sibaté. María de Jesús
igualmente le comentó a los jueces que su compañero se colocaba frente
al espejo con velas y cargaba en su mochila el libro Dioses Atómicos
que le había regalado un quirólogo alemán.
En una carta firmada
por Luis Roa Sierra el 16 de abril de 1948 y dirigida al diario El
Tiempo habló de la dedicación del padre a las labores de ornamentación y
defendió el legado de austeridad y modestia recibido de sus
progenitores.
Asimismo, explicó las actividades laborales de Juan
Roa Sierra como vulcanizador de llantas y defendió su inocencia frente
al crimen con el que pagó su vida, alegando que nunca tuvo conocimiento
de que su hermano menor “hubiera sido conducido por las autoridadesa a
responder por delitos de ninguna naturaleza y de esto pueden dar fe los
vecinos de la casa de mi madre, donde él residía y las personas que lo
conocieron”.
Pero el recuerdo de la tragedia en la conciencia
nacional quedó grabado en la memoria de los colombianos de esa época
con las fotografías desoladoras divulgadas en los días posteriores por
los diarios El Tiempo y
El Espectador, que mostraban los centenares de muertos que cayeron en las calles y plazas de Bogotá por la ola de vandalismo en que desembocó la protesta popular.
*Periodista y escritor colombiano.
Por Jorge Serpa Erazo
Historiador y Escritor
Las esperanzas de una sociedad más justa terminaron
con la muerte del líder que encarnaba las esperanzas
de los más pobres.
Sobre
el 9 de abril de 1948 se pueden escribir muchas cosas, pero
sin duda las tres balas que segaron la vida de Jorge Eliécer
Gaitán Ayala se convirtieron en el detonante que
partió en dos la historia del siglo XX en Colombia
Pero,
¿qué significaba Gaitán en la sociedad
colombiana para que ella reaccionara de la manera como lo
hizo ante su asesinato? Nacido en Manta (Cundinamarca),
Gaitán llegó a ser uno de los mejores penalistas
y políticos de la época. Estudió en
la facultad de derecho de la Universidad Nacional en 1925
y se graduó magna cum laude, en derecho penal en
la Universidad de Roma. La astucia y habilidad política
hicieron de Gaitán un verdadero caudillo que despertó
admiración y se entronizó en el corazón
de su pueblo. Fue el capitán del "país
nacional" que se enfrentó valerosamente al "país
político", señalando la politiquería,
la corrupción, el fraude y el engaño como
las plagas que carcomen a la Nación, oprimen al pueblo
y no permiten progresar. Esta labor no sólo la realizaba
en el Congreso de la República sino en la oficina
de abogados que él tenía, lugar donde sucedería
el magnicidio.
Al
ataque
En
la mañana de ese día, Juan Roa Sierra, un
joven esquizofrénico que vivía en el barrio
Ricaurte, salió de su casa sin bañarse ni
afeitarse. Vestía un raído traje carmelita
de paño rayado, zapatos amarillos rotos y un sucio
sombrero de fieltro. A las 10 de la mañana se dirigió
al centro de la ciudad, al famoso café Gato Negro,
popular sitio de reunión de intelectuales, periodistas,
poetas y bohemios, localizado a pocos metros del edificio
Agustín Nieto, donde Gaitán tenía su
oficina de abogado.
A
las 9 de la mañana el caudillo llegó a su
oficina. Hacia el medio día Roa Sierra se dirigió
a la oficina del penalista. La secretaria, Cecilia de González,
atendió la inesperada visita del extraño que
solicitaba entrevistarse de inmediato con el jefe liberal.
Al no ser atendida su petición Roa Sierra abandonó
la oficina con muestras de altanería y desagrado,
y se ubicó sobre la carrera séptima, cerca
de la puerta del edificio.
Entre
las 12 y la una de la tarde arribaron a la oficina Jorge
Padilla, Alejandro Vallejo, Pedro Eliseo Cruz y Plinio Mendoza
Neira, amigos personales de Gaitán. Hacia la una
de la tarde Mendoza Neira invitó a los asistentes
a almorzar al Hotel Continental: "Acepto, Plinio, pero
te advierto que yo cuesto caro", contestó Gaitán.
Al salir del ascensor Plinio Mendoza tomó del brazo
a Gaitán y detrás siguieron Cruz, Padilla
y Vallejo. En el momento que llegaron a la puerta del edificio,
siendo la 1:05 de la tarde, Roa Sierra apuntó con
el revólver a Gaitán, quien de inmediato se
desprendió de Plinio y trató de regresar al
edificio. En ese instante el homicida disparó tres
veces sobre él. Apremiados por la inesperada circunstancia
sus acompañantes buscaron un vehículo para
llevarlo a la Clínica Central. Allí falleció
cuando su amigo y médico Pedro Eliseo Cruz se disponía
a practicarle una transfusión de sangre.
'El
bogotazo'
Estupefactos,
los transeúntes, loteros y lustrabotas del sector
empezaron a gritar: "¡Mataron al doctor Gaitán!,
¡mataron al doctor Gaitán!, ¡Cojan al
asesino!". Un cabo de la Policía capturó
a Roa Sierra, lo golpeó y lo desarmó e ingresó
con él a la droguería Granada cerrando la
reja para proteger la vida del homicida. Cuando se le inquirió
por las causas él respondió: "No puedo.son
cosas poderosas que no puedo decir". Luego la turba
enfurecida que se había formado en minutos sacudió
la reja y la abrió. La muchedumbre ingresó
y un lustrabotas le pegó con su caja de embolar en
la cabeza. Roa Sierra cayó al piso. Lo sacaron de
la droguería y sobre el andén lo masacraron.
La
noticia de la muerte del jefe del liberalismo se difundió
a todo el país. En Bogotá la turba que se
había congregado frente a la Clínica Central
bajó a la carrera séptima y engrosó
la marcha macabra que se dirigía a Palacio. Al llegar
a la carrera séptima con calle octava, desnudaron
el cadáver de Roa y amarraron los pantalones a un
palo para ser agitados como bandera revolucionaria mientras
gritaban "¡Viva Colombia! ¡Abajo los godos!".
En las otras ciudades del país la revuelta estalló
en focos dispersos, parciales, en actitudes grupales o aisladas,
pero reflejaban la situación de indignación
del pueblo liberal.
Al
llegar a Palacio los manifestantes arrojaron el cuerpo desnudo
de Roa Sierra contra la puerta principal. De inmediato salieron
del Batallón Guardia Presidencial 80 soldados al
mando del teniente Silvio Carvajal y procedieron a dispersar
a los manifestantes, quienes abandonaron el lugar replegándose
hacia la Plaza de Bolívar.
Algunos
grupos de revoltosos se congregaron en las esquinas bordes
de la Plaza de Bolívar. Comenzaron los incendios
en el sector; primero ardió el Palacio de San Carlos,
luego la Nunciatura Apostólica, los conventos de
las Dominicanas y de Santa Inés, la Procuraduría
General de la Nación, el Instituto de la Salle, el
Ministerio de Educación, la Gobernación de
Cundinamarca, el Palacio de Justicia y los tranvías.
A la par de los incendios se iniciaron los saqueos a los
almacenes, joyerías y platerías.
A
las 3 de la tarde salieron de la Escuela de Motorización
(hoy Grupo de Caballería Mecanizado Rincón
Quiñones), tres tanques de guerra y seis carros blindados
al mando del capitán Mario Serpa rumbo a la Plaza
de Bolívar. El capitán Serpa, para evitar
el uso de las ametralladoras con que estaban provistas sus
unidades blindadas, abrió la escotilla y trató
de persuadir a los manifestantes para que se retiraran.
En ese instante tres tiros hirieron mortalmente al capitán.
De inmediato los tanques dispararon sobre la multitud.
Aunque
el sector del Palacio Presidencial fue controlado por el
Ejército, la autoridad en la capital desapareció.
Los policías se sublevaron, apoyaron la revuelta,
distribuyeron fusiles entre espontáneos francotiradores
y, en la Quinta Estación, trataron de organizar con
algunos líderes gaitanistas una junta revolucionaria
para darle alguna dirección al movimiento insurgente
y tumbar el gobierno de Ospina Pérez.
Hacia
las 6 de la tarde llegaron a Palacio Darío Echandía,
Carlos Lleras, Plinio Mendoza y Luis Cano. El presidente
los recibió con sorpresa, pues él no los había
invitado. Los dirigentes sugirieron que la solución
era la renuncia del primer mandatario. Ospina les manifestó
que eso provocaría una guerra civil, pues en el resto
del país la situación estaba controlada, los
gobernadores y alcaldes le respaldaban y las Fuerzas Militares
adelantaban los operativos necesarios para restablecer el
orden.
A
medida que iban pasando los días la situación
se fue normalizando: el 10 de abril Ospina nombró
ministro de Gobierno al dirigente liberal Darío Echandía,
el 11 de abril Laureano Gómez viajó rumbo
a España, el 13 de abril se reanudaron la sesiones
de la Conferencia Panamericana; en fin, la ciudad volvió
a su tranquilidad y la violencia continuó, como fue
habitual desde la década de los años, en las
provincias y zonas rurales del país.
Qué
cambió
Si
después del asesinato de Gaitan Bogotá volvió
a la normalidad, no hubo ningún cambio estructural
en el gobierno ni en sus instituciones y la violencia partidista
no nació a partir de este acontecimiento, ¿por
qué el homicidio de Gaitán cambió la
historia de nuestro país?
Porque
su muerte recrudeció la exclusión y persecución
política del contrario e hizo patente la crisis de
legitimidad del Estado. La violencia que se generó
en el campo provocó un desplazamiento masivo de la
gente hacia las urbes, y fue de esta manera como las ciudades
empezaron a tener asentamientos humanos subnormales conocidos
como tugurios.
Los
pobres de entonces engrosaron la clase media y los emigrantes
y desplazados del campo formaron el estrato bajo e indigente
que vive entre la penuria y el hambre. Esa nueva clase social,
miserable y desposeída hasta de la esperanza, que
sólo se tuvo en cuenta como un fenómeno migratorio,
años más tarde sería otro factor de
desestabilización que afectaría, al final
del siglo XX, a toda la Nación colombiana.
Miguel Ángel Flórez Góngora* | elespectador.com